EL CAMINO DE LA VERDAD
De Sócrates a Spinoza
por Pierre-François Moreau (*)
La filosofía se considera en Occidente como una actividad autónoma de la razón, libre frente a las autoridades y que no tiene que rendir cuentas a nadie más que a sí misma. Cada cual es el único responsable de su propio pensamiento y no es heredero de una tradición u opinión.
Símbolo de esta concepción es Sócrates tal como aparece en los primeros diálogos de Platón, rechazando la relación de maestro a discípulo, negándose a enseñar una doctrina preestablecida y limitándose a verificar si las opiniones de su interlocutor son suficientemente sólidas. El acuerdo entre dos personas, cuando tiene la verdad por fundamento, es superior a la aprobación de un gran número basada en la mera verosimilitud.
Ahora bien, esta actitud de libre examen no excluye cierta estructura magistral, inseparable de la idea de que la filosofía produce la verdad. Platón, al final de su diálogo Fedro, narra la historia de Teuth y Thamos. El dios egipcio Teuth (Toth, fundador de las artes) había inventado, entre otras cosas, la escritura, que presenta al rey Thamos esperando recibir felicitaciones. El rey lo felicita, en efecto, por algunos de sus inventos y lo censura por otros; pero, por lo que respecta a la escritura, le reprocha con acrimonia haber hecho lo contrario de lo que se había propuesto: su propósito era luchar contra el olvido, y el resultado será que los hombres van a perder la memoria al fiarse de los textos consignados en letras inanimadas.
Y Sócrates, que es quien cuenta la anécdota, aprueba: un texto escrito es huérfano, es un discurso sin padre que no tiene a nadie que lo defienda. No se le pueden pedir explicaciones suplementarias como a un interlocutor; su desamparo es total porque está a merced de cualquiera: "Cuando ha sido escrito de una vez por todas, cada discurso va rodando a diestra y siniestra, y lo mismo cae en manos de quienes conocen el tema como de aquéllos que nada tienen que ver con él y no sabe a quiénes tiene o no que dirigirse."
DEL ADIVINO
AL JEFE DE LA ESCUELA
El interés que presenta este relato estriba en que ofrece una determinada concepción de la verdad, la de que ésta carece de valor en sí misma y sólo tiene consistencia cuando se apoya en la palabra de un maestro. Ni Thamos ni Sócrates acusan de falsedad al discurso escrito. Puede ser verdadero, pero esa verdad es errática, necesita alguien que la oriente, que sepa a quién enseñarla y de quién preservarla y que sepa también cómo enseñarla, pues la enseñanza no consiste simplemente en exponerla, sino en defenderla y explicarla rebatiendo las objeciones que la escritura no puede prever. El oyente queda así convertido en discípulo; el discurso no debe limitarse a decirle la verdad, sino a decírsela como y cuando conviene. De modo que no hay verdad sin magisterio.
Esta actitud facilita una clave de la estructura de los diálogos de Platón, tanto anteriores como posteriores al Fedro. En los últimos diálogos, Sócrates (o el extranjero de Atenas que habla por él) enuncia una doctrina: enseña qué es el bien, dónde se encuentra el placer, cómo construir una Ciudad justa. En los primeros diálogos Sócrates no expone la verdad, sino las condiciones del acuerdo del que surgirá: cuando nos pongamos de acuerdo, afirma, es cuando consideraremos que una tesis es exacta.
Así, Sócrates, que no escribe, que no enseña, resulta ser el maestro de la verdad, no tanto por lo que ésta contiene como por las condiciones en que se obtiene. Representa una situación característica del pensamiento griego, anterior incluso al platonismo. Ya en el periodo homérico el poeta cumple una función de enunciador de la verdad, al igual que el adivino y el rey: su palabra no necesita ser demostrada o rebatida, la mera calidad del que la enuncia, como subraya el helenista francés Marcel Détienne, basta para darle fundamento. El pensamiento guarda pues relación con ciertos hombres, vinculados ellos mismos a determinadas funciones sociales: el ejercicio del poder o la administración de lo sagrado.
Esta estructura adquiere más tarde otras formas cuando la filosofía alcanza su autonomía. La novedad, ciertamente considerable, consiste en que los maestros de la verdad no tienen más función social que esa veracidad. A partir de entonces el filósofo no está ya avalado por un adivino o un poeta, sino casi siempre por un jefe de escuela. Para pensar hay que pertenecer a los aristotélicos, a los estoicos, a los cínicos o a los escépticos. Las oposiciones entre las escuelas con su sucesión de jefes, los "escolarcas", su perpetua referencia al fundador, se convierten en la característica del pensamiento helenístico y, más tarde, del mundo romano.
Esta concepción de la verdad como enseñanza de un maestro confiere ciertos rasgos comunes a todas las escuelas, incluso cuando divergen en la doctrina: personalización, rememoración, ortodoxia. El aprendizaje reproduce a otro nivel la relación maestro-discípulo. Así, los seguidores de Epicteto focalizan en él el ideal del estoicismo, y cada maestro asume transitoriamente la figura del fundador, recogiendo y repensando los argumentos. Antes de filosofar hay que impregnarse de la filosofía. Aprender parece ser el mejor medio de descubrir, e imitar, el camino más seguro para aprender.
LA PALABRA INTERIOR
Podría decirse que es ésta una cultura del epígono, pero también un pensamiento basado en la tradición y la prueba de que la coherencia del pensamiento no se identifica necesariamente con un fundamento radicalmente individual. Este mismo esquema reaparece en otras épocas de la historia del pensamiento occidental, en los comentarios escolásticos o, más tarde, en las escuelas cartesianas, kantianas y hegelianas.
¿Renuncian a este esquema las religiones del Libro? A veces lo prorrogan y lo perpetúan y, sobre todo, lo interiorizan.
Lo que un maestro humano nos enseña es la verdad, pero esa verdad sólo puede penetrar en nosotros, según San Agustín, cuando la aguarda ya la verdad interna, que es la presencia de Dios en el fondo de nuestro ser. El rechazo de la heteronomía lleva aquí al descubrimiento de otro maestro que es sabio y convincente de otra manera: "Cuando con sus palabras han explicado los maestros todas esas ciencias que es su profesión enseñar, incluso la virtud y la sabiduría, aquéllos a los que se llama discípulos examinan en el fondo de sí mismos si esas palabras son verdaderas considerando según sus capacidades esa verdad interior."1
Es entonces cuando aprenden, y las alabanzas que dirigen a sus maestros exteriores van igualmente dirigidas a ese maestro que tienen en su interior. Aquí se instaura otra práctica de la filosofía, la que adopta fundamentalmente la forma de la meditación o de la confesión. En lugar de volverse en su reflexión hacia el que le ha precedido, el hombre se acerca a los secretos que guarda en su alma: buena parte del proceder filosófico consiste en desechar lo accesorio para avanzar hacia "el alma del alma", que es donde se descubre la regla oculta de sus ideas y sus acciones. El alma es el lugar de residencia del Maestro, cuyo poder ha salido engrandecido de este traslado.
LA VERDAD SIN SUJECIONES
¿Es posible llegar a pensar la verdad sin seguir las enseñanzas de un maestro? ¿O sin tomarse a sí mismo por maestro? Esto es lo que intentaron hacer las filosofías del siglo XVII, como se observa especialmente en la de Spinoza.
Es ya revelador el afán del filósofo holandés de que su nombre no aparezca en sus obras, imputable también, desde luego, a la prudencia: consciente Spinoza de que su doctrina es contraria a la de las Iglesias de su época, trata de evitar las persecuciones. El libro más importante que publicó en vida, el Tratado teológico-político, no lleva el nombre del autor y, para dificultar las pesquisas, las indicaciones de lugar y editor son falsas.
Pero su intención va más allá, puesto que sus obras póstumas aparecen también de manera anónima, únicamente con sus iniciales. La prudencia no es una explicación suficiente, ya que Spinoza, como demuestra su correspondencia, nunca tuvo reparos en exponer convicciones ni en defender sus opiniones con firmeza.
Más allá de las circunstancias o de factores psicológicos, ese anonimato se debe a una concepción teórica: para Spinoza, el afán de gloria es un subterfugio de la pasión en su forma intelectual. En la Ética se burla de quienes escriben tratados despreciando la gloria y nunca olvidan poner su nombre en ellos. Es una cita de Cicerón, pero lo que en el orador y filósofo romano correspondía a una predicación moral obedece aquí a un análisis de la reglas de la opacidad de las pasiones: mientras un hombre está poseído por el deseo, lo mueve el apego a su propia imagen, que todas las demás pasiones refuerzan. Al ser el deseo la esencia del individuo, la producción de pensamiento, siempre que se la considera en su origen o su oportunidad individual, únicamente puede adoptar esta forma afectiva. Podría decirse que sólo lo pasional tiene un nombre singular y es, por consiguiente, lo único que puede asumir la figura del maestro.
EL MODELO MATEMÁTICO
Así las cosas, ¿qué sustituye al maestro y permite no recurrir a él? El modelo matemático. La Ética, obra principal de Spinoza, indica en su subtítulo que su exposición sigue un orden geométrico. Se presenta, efectivamente, como una larga serie de axiomas, teoremas y demostraciones, pero ante todo y en un plano más profundo, trata de obtener su rigor de un reconocimiento de las propiedades de las cosas inspirado en el análisis geométrico.
Cabría objetar que este modelo es también una especie de maestro. No, porque no controla sus efectos. Hace intervenir un poder (el de la demostración), pero ese poder se ofrece a quien quiera emplearlo: hay algo público en el razonamiento matemático que lo sustrae a la dualidad y la personalización que caracterizan la relación entre maestro y discípulo. Puede haber, evidentemente, profesores de matemáticas, pero el aprendizaje se lleva a cabo so capa de la distinción entre lo esotérico y lo exotérico, puesto que la comprensión del alumno depende exclusivamente de sus capacidades y progresos. En este sentido las matemáticas ocupan la exacta posición que se atribuye a la escritura en el Fedro de Platón. Puede aparecer sorprendente oponer las matemáticas a Platón, que también apelaba a ellas. Pero si Spinoza y Platón coinciden en reconocer su importancia, la divergencia entrambos es radical en cuanto a su relación con la filosofía. Lo más importante para Spinoza es la capacidad de describir las causas sin buscar los fines.
También este anonimato establece una nueva práctica de la filosofía. Reaparece con los libertinos de la época clásica y de la Ilustración, cuando se pasa con frecuencia de la filosofía anónima a la filosofía clandestina: textos sin autor reconocido, circulación de textos y temas, mezcla de escritos. Los manuscritos que se difunden en los siglos XVII y XVIII tampoco llevan, por fuerza, el nombre del autor, para evitar la censura y la cárcel. Pero, aparte de estas razones, suponen también un nuevo resquebrajamiento del magisterio: su autor no sabe quién los leerá, por qué canales circularán, quien se apoderará de ellos para utilizar fragmentos en un nuevo escrito o quién dará tal vez una orientación distinta a sus conclusiones.
Esta literatura sólo es clandestina, en definitiva, porque es abierta. La multiplicidad de las vías de acceso y difusión de la verdad descarta la relación especular entre dos sujetos, la relación entre maestro y discípulo.
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1. San Agustín (354-430), De Magistro (Sobre el maestro), XIV.
Tomado de: El Correo de la Unesco. Septiembre 1992. Perfiles del maestro.
(*)PIERRE-FRANÇOIS MOREAU, nacido en Francia en 1946, es licenciado en Filosofía y profesor universitario, enseña filosofía moderna en la Escuela Normal Superior de Letras y Ciencias Humanas de Lyon y dirige el Instituto de Historia del Pensamiento Clásico (UMR 5037).
Especialista en filosofías materiales en general y en Spinoza en particular, codirige la colección "Filosofías" de la PUF y ha emprendido la publicación de las obras completas de Spinoza.

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