La voz del cazador de esencias

El ogro matemático. S. Kovadloff

Capítulo 5
🔸La voz del cazador de esencias
El ogro matemático
SANTIAGO KOVADLOFF *

Somos ciertamente muchos los que en la niñez padecimos las ciencias matemáticas. Ante ellas, la transparencia jubilosa de lo real se opacaba de repente y nuestro cerebro, como un lastre, se arrastraba inútilmente de ecuación en ecuación, lo que equivale a decir de fracaso en fracaso.

Muchos fuimos también quienes, en nuestra primera juventud, reemplazamos ese padecimiento por el desdén y homologamos, con dogmática arbitrariedad, la ciencia entera al antihumanismo, en un despliegue de estrechez perceptiva que, por lo general, si se prolonga madurez adentro, suele terminar en miopía irreversible.

Pocos son, en cambio, los que al promediar la vida alcanzan a advertir que su ineptitud para las matemáticas los ha privado de una gran aventura estética. Estética, sí, porque como bien supo el poeta Fernando Pessoa, "El binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo; lo que pasa es que muy poca gente se da cuenta".

Estética y muy humana, y no por cierto en virtud de aquella irónica causa que esgrimió un amigo economista al decir que la mejor prueba de esa humanidad de las matemáticas la teníamos en el hecho de que, fuera de la nuestra, no había especie alguna capaz de resolver el teorema de Pitágoras. Otro es el motivo y Bertrand Russell lo conocía: "El hecho es que con el álgebra se enseña por primera vez al espíritu a examinar verdades generales, verdades que no se formulan como únicamente valederas para tal o cual cosa particular, sino para cualquiera de todo un grupo de cosas. En la facultad de comprender y descubrir esas verdades reside el dominio del intelecto sobre todo el mundo de cosas reales y posibles; y la aptitud para ocuparse de lo general en sí es uno de los dones que debería otorgar una educación matemática."

Siempre es doloroso reconsiderar nuestros puntos ciegos y el desdén hacia las matemáticas fue, en mi juventud, uno de los más arraigados. A ello contribuyó, es fácil deducirlo, una enseñanza oficial rígida y nefasta, un padre impaciente con mis torpezas de aprendiz en ese campo (que no casualmente era en buena medida, el suyo) y, claro está, mis propias lagunas temperamentales, menos estridentes en el orden de lo supuestamente imaginativo que ante las aristas del cálculo y los rigores de la pura razón.

Todo esto, sin embargo, explica y no explica nada. Idénticas dificultades pedagógicas y similares trabas objetivas no lograron decapitar la vocación ni coartar las habilidades de mucha gente ante la cual se abrieron, de par en par, las puertas del encanto matemático.

Sé, por lo demás, que hay pocas sensaciones tan ingratas como la de sentirse obtuso y torpe como nos sentíamos en el suelo de lo matemático quienes caíamos desnorteados como insectos bajo el poder de sus faros. Huir definitivamente de ese universo de humillaciones fue, para mí, un deseo tenazmente acariciado y, finalmente, cuando pude concretarlo, uno de mis alivios más hondos. Tal cosa me ocurrió al iniciar, hace casi veinte años, los estudios de filosofía; entonces, las matemáticas, de verdugo que eran, pasaron a ser un ácido recuerdo más y más denostado a medida que en mí crecía un amor que supuse intachable por la historia, la lírica y el ensayo.

Ahora sé que estos amores, rebosantes de prejuicios anticientíficos como estaban, no pudieron desplegarse con la libertad crítica que hoy no sé si tengo pero que, en asuntos como éste, me parece indispensable alcanzar. Y esa libertad pasa, a mi ver necesariamente, por el trópico de la comprensión re conciliadora entre estética y matemática. Reconciliación que se me impone como ineludible si se quiere derrotar al auténtico ogro que no es el matemático sino el de la presunción de que la verdad y lo valioso puedan ser monopolio de un único modo de conocimiento, y siempre en perjuicio de otros.

Quien sólo haya atisbado, a través de artículos de difusión, las actuales tareas de la física y la astronomía, no puede menos que pestañear ante la envergadura poética y filosófica del papel que juegan las matemáticas en tales investigaciones. Si se ama realmente la belleza —la belleza entendida, según la antigua enseñanza, como forma excelsa de la verdad—, no puede uno enquistarse en la indiferencia frente a la prestancia que logra la sensibilidad en su expresión matemática. Es Russell, otra vez, quien lo subraya: "Contempladas en sus auténticos valores, las matemáticas no sólo poseen verdad sino suprema belleza, una belleza fría y austera, como la de la escultura, que si no presenta atractivos para las partes más débiles de nuestra naturaleza y carece de las brillantes galas de la pintura o de la música, es sublimemente pura y susceptible de la perfección severa que sólo el arte más grande puede exhibir. El verdadero espíritu de deleite, la exaltación, el sentido de ser más que hombre, piedra de toque de la más alta excelencia, con toda seguridad puede hallarse en las matemáticas al par que en la poesía. Lo mejor que hay en las matemáticas no sólo merece aprenderse como tarea, sino asimilarse como parte del pensamiento cotidiano y ser traído una y más veces ante el espíritu con ardor reiterado."

A medida que un hombre madura, acepta la siempre renovada complejidad de lo verdadero; sin renunciar por ello al esfuerzo intelectivo, sobrepasa necesariamente los rígidos muros que el fanatismo levanta entre lo que se pretende cierto y lo que se concibe falso, y libera su entendimiento para que acceda a un orden notoriamente más rico que el de las heladas antinomias. Me refiero al terreno de las interdependencias; al prolífico reino de las relaciones complementarias. Allí es donde las caracterizaciones propuestas por cierto desvarío juvenil se deshilachan como un tejido centenario. En especial, la idea de que, en ciencia, no hay poesía y que, en poesía, si ella quiere sobrevivir, debe estar ausente el espíritu de la ciencia. Véase si no hasta qué punto son capaces de confluir, a este respecto, dos de las voces más elocuentes del siglo. La del físico Albert Einstein, en primer término: "Lo más hermoso de la vida es lo insondable, lo que está lleno de misterio. Es éste el sentimiento básico que se halla junto a la cuna del arte verdadero y de la auténtica ciencia." Y ahora la del escritor Saint-John Perse: "Pero ya se trate del sabio o del poeta, lo que aquí pretende honrarse es el pensamiento desinteresado. Que aquí, por lo menos, no sean ya considerados como hermanos enemigos. Pues ambos se plantean idéntico interrogante al borde de un común abismo; y sólo los modos de investigación difieren. Entre el pensamiento discursivo y la elipse poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por las fulguraciones de la intuición, ¿cuál es el que sale a flote más pronto y más cargado de breve fosforescencia?"

Es así como se encuentra la ocasión de lamentar sin disimulo el no haber entrenado el oído para aprehender con propiedad la melodía impar de lo matemático. Las restricciones de nuestra educación, que ya son malformaciones de nuestro carácter y franca pobreza de nuestra facultad de aprendizaje, pesan en ese instante más que nunca y el desdeñado Palamedes parece entonces mirarnos con piadosa ironía desde su indescifrada altura.

Queda, eso sí, un consuelo para quienes no podemos ya sino arrimar el bochín del asombro insuficiente a las virtudes de una ciencia que difícilmente aprenderemos: el de disfrutar la tardía pero franca convicción de su riqueza. Y de paso y con afán reparatorio, propongamos —sin olvidar el buen arte y la mejor filosofía que les convendría aprender a químicos, biólogos e ingenieros— que en la indispensable universidad popular no falte una cátedra, complementaria de la actual Filosofía de las Ciencias, a la que, por ejemplo, se defina como Estética de la Matemática. Ella debiera suministrarse a aspirantes a artistas y pensadores, a fin de enseñarles lo que supieron tantos grandes: que en las ciencias matemáticas late, más allá del mero cálculo, el más sutil de los humores y el aliento armonioso de los dioses.

La ridícula y peligrosa disyuntiva que identifica unilateralmente al humanismo con el quehacer estético y metafísico y, a regañadientes, con las ciencias sociales, es la que, por otra parte, se empecina en concebir la especulación matemática como reñida con los atributos esenciales de la creación artística y la ética. Quienes la fomentan tratan de enclaustrarla en un burdo pragmatismo y en una mezquina concepción de lo abstracto. Es que olvidan o desmerecen el hecho de que, como también señala Russell, "para la salud de la vida moral, para ennoblecer el tono de una época o nación, las virtudes más austeras tienen un raro poder que rebasa el de aquellas que no están informadas ni depuradas por el pensamiento. De esas virtudes más austeras, la principal es el amor a la verdad, y en las matemáticas, más que en cualquier otra parte, el amor a la verdad puede dar alientos a una fe que desfallece".

Digamos, además, que tal amnesia y tal desdén son hijos de una polarización absurda y de vieja cepa entre razón e imaginación o apariencia y verdad que, en última instancia, expresa la cerrazón de los que emplazan al bien de un lado y del otro al mal.

Combatir semejante estupidez no parece inoportuno en esta Argentina cenicienta que se asoma boqueando a la democracia.

Puede que con ello se contribuya a superar algo más que una dicotomía gnoseológica o las disfuncionalidades propias de una mera cuestión académica. Puede que sirva para alentar una mayor tolerancia y un saludable entusiasmo ante la eficacia siempre provisional de nuestros conocimientos, tanto como para reivindicar las consecuencias que resultan del roce de todas las modalidades de la creación intelectual. Se trata, en el fondo, de promover en campo del saber y no sólo en el de la política, una conciencia nacional amplia y honda de las ventajas éticas y prácticas de la interdependencia de todas sus expresiones. De ella resultará, necesariamente, una noción más lúcida, más prudente y consecuente con la intrincada estructura de lo real y, por supuesto, una población mejor educada.

1985
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*La nueva ignorancia, Buenos Aires, REI argentina, 1992.


Tomado de: Palacios, A. y EtcheverryL. A. (2001). Contar bien es lo que cuenta, que contar cualquiera cuenta. Buenos Aires: Lumen

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