La Mayéutica. Por Ernesto Sabato


Dedicamos este texto a Ana María Ferrín que con su lectura honra nuestro trabajo.

El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento y la invención. Debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar. De otra manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de biblioteca y loros  repetidores de libros santificados. El libro es una magnífica ayuda cuando no se convierte en un estorbo.
Si Galileo se hubiese limitado a repetir los textos aristotélicos (como uno de esos muchachos que ciertos profesores consideran “buenos alumnos”), no habría averiguado que el maestro se equivocaba sobre la caída de los cuerpos. Y esto que digo para los libros también vale para el maestro, y parece una broma pero es una de las calamidades más frecuentes.

En el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que sólo existe en potencia. Esta labor de partero del maestro muy raramente se lleva a cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema educativo.

Platón pone al asombro como fuente de la filosofía, es decir, del conocimiento. Y debería ser por lo tanto la base de toda educación. Parecería que el asombro no debe ser suscitado, pues surge ante lo desconocido. ¿Y qué más desconocido que el universo, que la realidad, para alguien que comienza? Por paradójico que parezca, no es así, y casi podría afirmarse que es más fácil que se asombre un espíritu desarrollado o superior que uno precario. La persona común va perdiendo esa cualidad primigenia que tiene el niño, porque es embotado por los lugares comunes, hasta que llega a no advertir que un hombre con dos cabezas no es más fantástico que un hombre con una sola. Volver a admirarse de la monocefalia o sorprenderse de que los hombres no tengan cuatro patas, exige una suerte de reaprendizaje del asombro.

Ya sea que el chico vaya perdiendo esa capacidad, ya sea que pocos seres la tengan en alto grado, lo cierto es que nada de importancia puede enseñarse si previamente no se es capaz de suscitar el asombro. Vivimos rodeados por el misterio; vivimos suspendidos entre aquel doble infinito que aterraba a Pascal, todo es fantástico y hasta inverosímil y sin embargo el hombre de la calle raramente se sorprende, mediocrizado  por la enseñanza repetitiva, por el sentido común, y ahora, finalmente, por la televisión. Ya ni los propios niños se admiran de ver a un hombre caminar por la Luna, cuando un físico sabe que es  absolutamente descomunal y casi milagroso. Para qué hablar de otros misterios: ¿existe esta máquina con que escribo? ¿Por qué soñamos? ¿De qué modo recordamos hechos pasados y dónde estaban guardados?  ¿El mundo del día es más real que el de las pesadillas?

Hay que forzar al discípulo a plantearse los interrogantes. Hay que enseñarle a saber que no sabe, y que en general no sabemos, para prepararlo no sólo para la investigación y la ciencia sino para la sabiduría, pues, según Scheler, el hombre culto es alguien que sabe que no sabe, es aquél de la antigua y noble docta ignorantia , el que intuye que la realidad es infinitamente más vasta y misteriosa que lo que nuestra ciencia domina. Una vez el alumno en esta disposición espiritual, lo demás viene casi por su  propio peso, pues ahí nacen las preguntas y sólo se aprende aquello que vivamente se necesita. Ahí es dónde de nuevo se requiere la labor mayéutica del maestro, que no debe enseñar filosofía, sino, como decía Kant, enseñar a filosofar. Porque el saber y la cultura son a la vez una tradición y una renovación, de tal modo que en algún momento el discípulo puede convertirse en renovador; momento en que el maestro genuinamente grande habrá de revelar su suprema calidad, aceptando ese germen creador que tan a menudo surge en las mentes juveniles, no sólo porque son más frescas sino porque son más audaces.
No sé que profesores tenía Galileo en el momento en que se le ocurrió subir a la torre para tirar abajo dos piedras y a la vez la teoría de Aristóteles; si eran malos, se habrán irritado por aquel crimen; si eran maestros de verdad, se habrán alegrado de aquella sagrada rebelión. Porque en el extremo opuesto del demagógico profesor muchachista está el estólido y autoritario profesor que supone un saber petrificado para siempre, inmóvil, para siempre idéntico a sí mismo. Es el profesor que ve en el alumno a un enemigo potencial, no a un hijo que debe amar; el que practica una disciplina siniestramente coercitiva, muchas veces para ocultar su ignorancia y sus debilidades; el que solo sirve para fabricar repetidores y memoristas, que castiga en lugar de formar y liberar, el que califica de “buen alumno” al mediocre que acata sus recetas y se porta bien. Tipo de profesor que al fin ha encontrado su tierra de promisión en los países totalitarios, en los que el saber y la cultura son reemplazados por una ideología.

Sabato, E.(1980).Apologías y rechazos. Barcelona: Seix Barral


Ernesto Sabato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911, hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata, trabajó en radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie, en Francia, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura.
Ha escrito libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo -El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979)-, y tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974).
Escritores tan dispares como Camus, Greene y Thomas Mann, como Gombrowicz y Nadeau han escrito con admiración sobre su obra.

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