La poesía matemática por Guillermo Jaim Etcheverry

 

Dr Guillermo Jaim Etcheverry (*)

Lejos de ser una mera herramienta para el cálculo, la disciplina honrada por Pitágoras es una aventura única, capaz de poner a los jóvenes en contacto con la belleza.

Cuando debió distinguir entre un dodecaedro y un icosaedro vaciló un instante. Pero el estudiante que explicaba la evolución de la matemática a un bullicioso grupo de jóvenes menores que él lograba contagiarles su incontenible entusiasmo. Esta escena –que tuvo lugar hace poco durante una muestra de matemática elemental, organizada por el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires y visitada por miles de jóvenes– dejaba en evidencia la pasión que despierta el conocimiento, el atractivo que, como siempre, tiene para las nuevas generaciones el aprender. También alertaba acerca del daño irreparable que hacemos a nuestros jóvenes cada vez que los privamos de las experiencias que pretenden estimular su curiosidad, que se proponen desafiar su capacidad de razonamiento, que intentan demostrarles cómo se ha generado el conocimiento a lo largo de la historia de la humanidad.

Por lo común, los padres consideran que, en la era de las calculadoras, el aprendizaje de la matemática es una tortura inútil a la que son sometidos sus hijos. Parecen ignorar que, así como la música es más que manipulación de notas, la matemática trasciende la manipulación de números. Desconocen la relevancia que para el desarrollo intelectual tiene su frecuentación. Como lo afirmaba André Weil: “Para nosotros, que cargamos sobre las espaldas el peso de la herencia del pensamiento griego y recorremos los senderos trazados por los héroes del Renacimiento, es inconcebible una civilización sin matemática”. Aprender matemática no es, pues, aprender a hacer las cuentas. Equivale a civilización, a la posibilidad de introducirse en los complejos meandros de la naturaleza misma de la inteligencia humana.

El filósofo y matemático Bertrand Russell afirmó que “la matemática no sólo encierra la verdad, sino la suprema belleza, una belleza fría y austera, como la de la escultura, desprovista de apelaciones a alguna zona particular de nuestra débil naturaleza, sin las trampas gloriosas de la pintura o la música, pero, sin embargo, de una sublime pureza y capaz de una seria perfección como sólo se da en el gran arte”. He aquí otra razón para impulsar a los jóvenes a introducirse en la matemática: acostumbrarlos a la belleza. El matemático se dedica a esta ciencia no porque sea útil, sino por placer, que deriva del hecho de que es hermosa. Su esencia es la exploración del medio por el medio mismo, una de las características del proceso creador. Es otro disfraz de la poesía, otro rostro del arte que, al descubrirnos la naturaleza de nuestra propia mente, nos muestra lo que depende de ella.

Por eso antes de despreciar la matemática, antes de considerarla una tarea superflua, deberíamos comprender la importancia de alentar a los jóvenes a internarse por sus jardines. Seguramente olvidarán los detalles que jalonan su camino. Tal vez, al poco tiempo confundan un dodecaedro con un icosaedro, como el estudiante de nuestra historia. Pero el recorrer ese sendero los habrá hecho avanzar en el proceso inacabable de descubrir cómo funciona su mente. Habrán accedido, aunque sea por un instante, al goce de la belleza que para la humanidad siempre han tenido los mundos ideales, donde todo es perfecto y, en el caso de la matemática, verdadero. Ya lo afirmó Goethe: “El matemático es completo sólo cuando percibe dentro de sí la belleza de lo verdadero”. Nada menos que eso es lo que nos proponemos que descubran nuestros jóvenes al aprender matemática.

Tomado de:  La Nación. 6 de octubre de 2002

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(*)Guillermo Jaim Etcheverry (Buenos Aires, 31 de diciembre de 1942) es un médico, científico y académico argentino que fue rector de la Universidad de Buenos Aires (UBA) entre 2002 y 2006. Dedicado de manera exclusiva a la docencia y a la investigación en el campo de la neurobiología, desarrolló su carrera como investigador del CONICET y profesor de la Facultad de Medicina de la UBA. Autor de dos libros importantes para educadores: La tragedia educativa. Fondo de Cultura Económica. 1999  y Educación. La tragedia continúa. Editorial Sudamericana. 2020.

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