Leyenda sobre el juego de ajedrez.

 
Tomado de Tahan, M. (2000). El Hombre que Calculaba. Colección Haedo. Barcelona: Verón Editor.

Capitulo 16
Leyenda sobre el juego de ajedrez, contada al califa de Bagdad, Al-Motacen Billah, Emir de los Creyentes, por Beremís Samir, el “Hombre que calculaba”. 

Difícil, será descubrir, dada la vaguedad de los documentos antiguos, la época exacta en que vivió y reinó en la India un príncipe llamado Iadava, dueño de la provincia de Taligana. Sería injusto, sin embargo, ocultar que el nombre de ese soberano es mencionado por varios historiadores hindúes, como el de uno de los monarcas más generosos y ricos de su tiempo.

La guerra, con su cortejo inimitable de calamidades, amargó mucho la vida del rey Iadava, cambiando el ocio y el placer de que gozaba la realeza, en las más inquietantes tribulaciones. Fiel al deber que le imponía la Corona, de velar por la tranquilidad de sus súbditos, se vio el hombre bueno y generoso obligado a empuñar la espada para repeler, al frente de un pequeño ejército, un insólito y brutal ataque del aventurero Varangul, que se decía príncipe de Calian.

El choque violento de los dos rivales sembró de muertos los campos de Dacsina y tiñó de sangre las aguas sagradas del río Shandú. El rey Iadava tenía –según lo que revela la crítica de los historiadores- singular aptitud militar; sereno, elaboró un plan de batalla para impedir la invasión, y tan hábil y afortunado fue al ejecutarlo, que logró vencer y aniquilar por completo a los malintencionados perturbadores de la paz de su reino.

El triunfo sobre los fanáticos de Varangul le costó, desgraciadamente, grandes sacrificios; muchos jóvenes “quichatrias”(1) pagaron con la vida la seguridad de un trono para prestigio de una dinastía; y entre los muertos, con el pecho atravesado por certera flecha, quedó en el campo de batalla el príncipe Adjamir, hijo del rey Iadava, quien patrióticamente se sacrificó en el momento culminante de la lucha, para salvar la posición que dio a los suyos la victoria final.

Terminada la cruenta campaña y asegurados los nuevos límites de su frontera, regresó el rey a su suntuoso palacio de Andra, prohibiendo, sin embargo, las ruidosas manifestaciones con que los hindúes festejan sus victorias. Encerrado en sus habitaciones, solo salía de ellas para atender a los ministros y sabios brahmanes cuando algún grave problema nacional lo obligaba a decidir, como jefe de Estado, en interés y para la felicidad de sus súbditos.

Con el correr de los días, en lugar de pagarse los recuerdos de la penosa campaña, más se agravaban la angustia y la tristeza que, desde entonces, oprimían el corazón del rey. ¿De qué le podrían servir, en verdad, los ricos palacios, los elefantes de guerra, los tesoros inmensos, si ya no vivía a su lado aquel que fuera la razón de su existencia? ¿Qué valor podrían tener, a los ojos de un padre inconsolable, las riquezas materiales, que no borrarían nunca el recuerdo del hijo desaparecido?

Los pormenores de la batalla en que pereciera el príncipe Adjamir no abandonaban su pensamiento. El infeliz monarca pasaba largas horas trazando, sobre una gran caja de arena, las diversas maniobras realizadas por las tropas durante el asalto. Un surco indicaba la marcha de la infantería; otro, paralelo, a su lado, mostraba el avance de los elefantes de guerra; un poco más abajo, representada en pequeños círculos, dispuestos con simetría, se perfilada la temida caballería, comandada por un viejo “radj”(2), que se decía bajo la protección de Tchandra, la diosa de la Luna.

Así, por medio de gráficos, esbozaba el rey la colocación de las tropas, estando las enemigas desventajosamente colocadas, gracias a su estrategia, en el campo en que se libró la batalla decisiva.

Una vez completo el cuadro de los combatientes, con todos los detalles que pudiera evocar, borraba el rey todo, y comenzaba otra vez, como si sintiese placer en revivir los momentos de angustia y ansiedad pasados.

A la hora temprana de la mañana, en que los brahmanes llegaban al palacio para la lectura de los Vedas(3), ya se veía al rey trazando en la arena los planos de una batalla que se reproducía indefinidamente.
¡Desgraciado monarca! –murmuraban los sacerdotes, apenados-. Procede como un “sudra”(4) a quien Dios privó del uso de la razón. ¡Sólo Dhanoutara(5), poderosa y clemente, podrá salvarlo!
Y los brahmanes elevaban oraciones, quemaban raíces aromáticas, implorando a la diosa clemente y poderosa, eterna patrona de los enfermos, que amparase al soberano de Taligana.

Un día, finalmente, fue informado el rey de que un joven brahmán –pobre y modesto– solicitaba una audiencia que venía pidiendo desde hacía algún tiempo. Como estuviese en ese momento en buena disposición de ánimo, ordenó el rey que llevaran al desconocido a su presencia.

Conducido a la gran sala del trono, fue interpelado el brahmán, como lo exigía la costumbre, por uno de los visires del rey.
- ¿Quién eres, de dónde vienes y que deseas de aquel que, por la voluntad de Vichnú(6), es rey y señor de Taligana?
- Mi nombre –respondió el, joven braman- es Lahur Sessa(7) y vengo de la aldea de Manir, que está a treinta días de marcha de esta bella ciudad. Al recinto en que vivía llegó la noticia de que nuestro bondadoso rey arrastraba los días, en medio de profunda tristeza, amargado por la ausencia del hijo que le robaba la guerra. Gran mal será para el país, me dije, si nuestro querido soberano se encierra como un brahmán ciego dentro de su propio dolor.
Pensé, pues, en inventar un juego que pudiera distraerlo y abrir en su corazón las puertas a nuevas alegrías. Es ese insignificante obsequio que deseo, en este momento, ofrecer a nuestro rey Iadava.

Como todos los grandes principios citados en las páginas de la Historia, tenía el soberano hindú el grave defecto de ser excesivamente curioso. Cuando le informaron del objeto de que el joven brahmán era portador, no pudo contener el deseo de verlo y apreciarlo sin demora.

Lo que Sessa traía al rey Iadava consistía en un gran tablero cuadrado, dividido en sesenta y cuatro cuadraditos iguales; sobre ese tablero se colocaban dos colecciones de piezas, que se distinguían unas de otras por el color, blancas y negras, repitiendo simétricamente los motivos y subordinadas a reglas que permitían de varios modos su movimiento.

Sessa explicó con paciencia al rey, a los visires y cortesanos que rodeaban al monarca, en qué consistía el juego, enseñándoles las reglas esenciales:
- Cada uno de los jugadores dispone de ocho piezas pequeñitas, llamadas peones. Representan la infantería que avanza sobre el enemigo para dispersarlo.
Secundando la acción de los peones vienen los elefantes de guerra(8), representados por piezas mayores y más poderosas; la caballería, indispensable en el combate, aparece, igualmente, en el juego, simbolizada por dos piezas que pueden saltar como dos corceles, sobre las otras; y para intensificar el ataque, se incluyen –representando a los guerreros nobles y de prestigio –los dos visires(9) del rey. Otra pieza, dotada de amplios movimientos, más eficiente y poderosa que las demás, representará el espíritu patriótico del pueblo y será llamada la reina. Completa la colección una pieza que aislada poco vale, pero que amparada por las otras se torna muy fuerte: es el rey.

El rey Iadava, interesado por las reglas del juego, no se cansaba de interrogar al inventor:
- ¿Y por qué la reina es más fuerte y poderosa que el mismo rey?
- Es más poderosa –argumentó Sessa- porque la reina representa, en el juego, el patriotismo del pueblo. El poder mayor con que cuenta el rey reside, precisamente, en la exaltación cívica de sus súbditos. ¿Cómo podría el rey resistir los ataques de sus adversarios, si no contase con el espíritu de abnegación y sacrificio de aquellos que lo rodean y velan por la integridad de la patria?

En pocas horas el monarca aprendió las reglas del juego, consiguiendo derrotar a sus visires en partidas que se desenvolvían impecablemente sobre el tablero.
Sessa, de vez en cuando, intervenía respetuoso, para aclarar una duda o sugerir un nuevo plan de ataque o de defensa.

En determinado momento el rey hizo notar, con gran sorpresa que la posición de las piezas, por las combinaciones resultantes de diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
- Observad –dijo el inteligente brahmán- que para conseguir la victoria es imprescindible el sacrificio de este visir.
E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava, en el desarrollo del juego, pusiera gran empeño en defender y conservar.
El juicioso Sessa demostraba, de ese modo, que el sacrificio de un príncipe es a veces impuesto como una fatalidad, para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.

Al oír tales palabras, exclamó el rey Iadava, sin ocultar su entusiasmo:
- No creí nunca, que el ingenio humano pudiera producir maravillas como este juego, tan interesante al par que instructivo. Moviendo esas simples piezas, aprendí que un rey nada vale sin el auxilio y la dedicación constante de sus súbditos, y que,a veces, el sacrificio de un simple peón vale más, para la victoria, que la pérdida de una poderosa pieza.
Y, dirigiéndose al joven brahmán le dijo:
- Quiero recompensarle, amigo mío, por este maravilloso obsequio, que de tanto me sirvió para aliviar viejas angustias. Pide, pues, lo que desees, para que yo pueda demostrar, una vez más, como soy de agradecido con aquellos que son dignos de una recompensa.

Las palabras con que el rey traducía su agradecimiento dejaron indiferente a Sessa. Su fisonomía serena no traducía la menor emoción ni la más insignificante muestra de alegría o sorpresa. Los visires miraban atónitos y asombrados su apatía ante un ofrecimiento tan magnánimo.

- Rey todopoderoso –recriminó el joven con suavidad y altivez. No deseo, por el presente que hoy os traje, otra recompensa que la satisfacción de haber proporcionado al señor de Taligana un pasatiempo agradable para aligerar el peso de las horas alargadas por agobiadora melancolía. Yo estoy, por lo tanto, sobradamente recompensado, y toda otra paga sería excesiva.

Sonrió, desdeñosamente, el bondadoso soberano al oír aquella respuesta, que reflejaba u desinterés tan raro entre los hindúes. Y, no creyendo en la sinceridad de las palabras de Sessa, insistió:
- Me causa asombro tanto desamor y desdén por las cosas materiales, joven. La modestia, cuando es excesiva, es como el viento que apaga la antorcha, dejando al viandante en las tinieblas de una noche interminable. Para que el hombre pueda vencer los múltiples obstáculos que le depara la vida, precisa tener el espíritu sujeto a una ambición que lo impulse hacia un ideal cualquiera. Exijo, por tanto, que escojas si demora, una recompensa digna de tu valioso regalo. ¿Quieres una bolsa llena de oro? ¿Deseas un arca llena de joyas? ¿Pensaste en poseer un palacio? ¿Aspiras a la administración de una provincia? Aguardo tu respuesta, ya que mi palabra está ligada a una promesa.

- No admitir vuestro ofrecimiento después de vuestras últimas palabras -respondió Sessa-, más que descortesía sería desobediencia al rey. Voy, pues, a aceptar por el juego que inventé, una recompensa que corresponda a vuestra generosidad; no deseo, sin embargo, ni oro, ni tierras, ni palacios. Deseo mi recompensa en granos de trigo.

- ¿Granos de trigo? –exclamó el rey, sin ocultar la sorpresa que le causara semejante propuesta-. ¿Cómo podré pagarle con tan insignificante moneda?

- Nada más simple –aclaró Sessa-. Dadme un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así duplicando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero.
Ruego a vos, rey generoso, que de acuerdo con vuestra magnífica oferta, ordenéis el pago en granos de trigo, y así como te indiqué.

No sólo el rey, sino los visires y venerables brahmanes, se rieron estrepitosamente al oír la extraña solicitud del joven. La falta de ambición que se traducía en aquel pedido era, en verdad, como para causar asombro aun al que menos apego tuviese a las cosas materiales de la vida. ¡El joven brahmán, que pudo obtener del rey un palacio o una provincia, se conformaba con granos de trigo!

- Insensato –exclamó el rey-. ¿Dónde aprendiste tan grande indiferencia por la fortuna? La recompensa que me pides es ridícula. Bien sabes que en un puñado de trigo hay un número enorme de granos. Debes darte cuenta de que con dos o tres medidas de trigo te pagaré holgadamente, conforme tu pedido, por las 64 casillas del tablero. Has elegido una recompensa que no alcanzaría ni para distraer algunos días el hambre del último “paria”(10) de mi reino. En fin, ya que mi palabra fue empeñada, ordenaré que el pago se haga inmediatamente conforme a tu deseo.

Mandó llamar el rey a los algebristas más hábiles de la Corte y les ordenó calculasen la porción de trigo que Sessa pretendía.
Los sabios matemáticos, al cabo de algunas horas de profundos estudios, volvieron al salón para hacer conocer al rey el resultado completo de sus cálculos.

Preguntóles el rey, interrumpiendo el juego:
- ¿Con cuántos granos de trigo podré cumplir, finalmente, con la promesa hecha al joven Sessa?
- Rey magnánimo –declaró el más sabio de los geómetras-: calculamos el número de granos de trigo que constituirá la recompensa elegida por Sessa, y obtuvimos un número cuya magnitud es inconcebible para la imaginación humana(11) Hallamos en seguida, y con la mayor exactitud, a cuántas “ceiras”(12)  correspondería ese número total de granos, y llegamos a la siguiente conclusión: la cantidad de trigo que debe entregarse a Lahur Sessa equivale a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana, fuese 100 veces más alta que el Himalaya. La India entera, sembrados todos sus campos, y destruidas todas sus ciudades, no produciría en un siglo la cantidad de trigo que, por vuestra promesa, debe entregarse al joven Sessa.

¿Cómo describir aquí la sorpresa y el asombro que esas palabras causaron al rey Iadava y a sus dignos visires? El soberano hindú se veía, por primera vez, en la imposibilidad de cumplir una promesa.

Lahur Sessa –refiere la leyenda de la época-, como buen súbdito, no quiso dejar afligido a su soberano. Después de declarar públicamente que se desdecía del pedido que formulara, se dirigió respetuosamente al monarca y prosiguió:

- Maldita, ¡oh rey!, sobre la gran verdad que los brahmanes prudentes tantas veces repiten: los hombres más precavidos, eluden no solo la apariencia engañosa de los números sino también la falsa modestia de los ambiciosos. Infeliz de aquel que toma sobre sus hombros los compromisos de honor por una deuda cuya magnitud no puede valorar por sus propios medios. Más previsor es el que mucho pondera y poco promete.

Y después de ligera pausa, continuó:
- Aprendemos menos con las lecciones de los brahmanes que con la experiencia directa de la vida y de sus lecciones diarias, siempre desdeñadas. El hombre que más vive, más sujeto está a las inquietudes morales, aunque no quiera. Hállase ora triste, ora alegre; hoy vehemente, mañana indiferente; ya activo, ya indolente; la compostura, la corrección, alternará con la liviandad. Sólo el verdadero sabio, instruido en las reglas espirituales, se eleva por encima de esas vicisitudes, pasando por sobre todas esas alternativas.

Esas inesperadas y sabias palabras quedaron profundamente grabadas en el espíritu del rey. Olvidando la montaña de trigo que, si querer, prometiera al joven brahmán, lo nombró su primer ministro.

Y Lahur Sessa, distrayendo al rey con ingeniosas partidas de ajedrez y orientándolo con sabios y prudentes consejos, prestó los más señalados servicios a su pueblo y a su país, para mayor seguridad del trono y mayor gloria de su patria.

Encantado quedó el califa Al-Motacen cuando Beremís terminó la singular historia del juego de ajedrez. Llamó al jefe de sus escribas y ordenó que la leyenda de Sessa fuese escrita en hojas especiales de pergamino y conservada en hermoso cofre de plata.

En seguida, el generoso soberano ordenó se entregara al calculista un manto de honor y 100 sequíes de oro.
A todos causó gran alegría el acto de magnificencia del soberano de Bagdad. Los cortesanos que permanecían en la Sala de Audiencias eran todos amigos del visir Maluf y del poeta Iezid; era, pues, con simpatía, que oían las palabras del calculista persa, por quien se interesaban vivamente.

Beremís, después de agradecer al soberano los presentes con que acababa de ser distinguido, se retiró de la Sala de Audiencias. El califa iba a iniciar el estudio y a juzgar varios casos, oír a los “cadis”(13) y a dictar sus sabias sentencias.
Dejamos el palacio real al caer la noche y cuando comenzaba el mes de Cha-band(14).

Referencias:

(1) Militares – una de las cuatro castas en que se divide el pueblo hindú (M. T.)
(2) Radj – Jefe militar.
(3) Vedas – El más antiguo monumento de la literatura sánscrita que comprende los cuatro libros sagrados del bracmanismo, cuyos nombres, por orden de antigüedad, son: Rig Veda; Sama Veda; Yogur Veda, y Atarva Veda.
(4) Esclavo.
(5) Diosa.
(6) Segundo miembro de la trinidad brahmánica.
(7) Nombre del inventor del juego de ajedrez. Significa “natural de Lahur.”
(8) Los elefantes más tarde fueron sustituidos por las torres.
(9) Los visires son las piezas llamadas alfiles.
(10) Individuo de una de las castas de Choromandel. Corresponde, en la escala social, a la casta de los polcas.
(11) Ese número contiene 20 guarismos y es el siguiente: 18.446.744.073.709.551.615. se obtiene restando 1 a la potencia 64ª de 2, o sea: (264 – 1).
(12) Ceira o cer – Unidad de capacidad y de peso, usada en la India. El valor de la ceira varía de una localidad a otra.
(13) Cadis – Jueces. Denominación dada, en general, a los magistrados.
(14) El lector encontrará, en este singular romance, varias referencias a los meses que constituían el año musulmán.Conviene observar que no existe correspondencia entre el año musulmán y el gregoriano, pues los árabes adoptaron el año lunar, que es 11 días más corto que el año solar. Conviene notar, pues, que el siglo musulmán equivale, en realidad, a 97 años. Los doce meses árabes son: Muharrem, Safar, Bavi - elaval, Rabietsani, Ajumada elula, Ajumada Etsania, Radjab, cha – band, Ramadan, Chaval, Dzoul – cad y Dzoul – hidjdj.



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