Matematiensayos: Tributo a José Edmundo Clemente

 

José Edmundo Clemente (1918/2013). Fue bibliotecario de profesión y ensayista. Durante dieciocho años compartió con Jorge Luis Borges la dirección de la Biblioteca Nacional. Siendo su director desde 1976 a 1979. Fundó la Escuela Nacional de Bibliotecarios en 1957. En 1963 fue nombrado director general de Cultura de la Nación y, en 1982, subsecretario de Cultura de la provincia de Buenos Aires. La Universidad Nacional de Salta le otorgó el Título de “Doctor Honoris Causa” en mérito a su trayectoria sobresaliente en el campo de la cultura. 
Los temas como la estética, metáfora y el lenguaje orientaron su labor literaria. Su obra Estética del lector (1950), le valió la Faja de Honor de la SADE y el Premio del Consejo del Escritor. Editó “El lenguaje de Buenos Aires” en colaboración con Jorge Luis Borges en 1952. 
Fue miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real de España. Condecorado por el Gobierno Francés.

Meliso de Samos*

Grecia. Grecia no es un país: es un concepto. Por ello cuesta imaginar de golpe y con precisión el dibujo de su geografía; tampoco hace falta. Decimos Francia, Inglaterra, Italia o España, y junto con las palabras recortamos en la memoria la figura de su territorio. A Grecia no hay que mirarla; basta pensarla. Hablamos de los griegos antiguos y lejanos como si fueran contemporáneos nuestros, y vecinos; como si nosotros mismos fuésemos griegos. Sin recelo ni prevención. Otros países levantan nacionalismos o prejuicios enemigos; a Grecia se la razona y se la respeta. Sentirse griego no requiere haber nacido en Atenas, Esparta, Milo o Corinto, ni obliga a una amistad incondicional. Se es griego a pesar de la geografía y del sentimiento. Porque Grecia es una idea.

Meliso tampoco era griego; nació en Samos, isla distante de la metrópoli y políticamente enemiga de la hegemonía ateniense. Más aún, corresponde a Meliso en ese entonces, año 440 antes de Cristo, dirigir personalmente la flota de su patria contra la armada grande de Pericles y como derrotar por completo a los griegos en una tarde memorable. Pero Meliso era griego. Aunque haya actuado en la frontera contraria, aunque lo hayan negado los griegos de la época, quienes jamás le perdonaron la derrota marítima, Meliso era griego, porque razonaba, pensaba y filosofaba como un griego. Por eso Meliso evoca hoy, mejor que ningún nativo, un aspecto dramático y crucial de la formidable filosofía griega: el infinito. El infinito espacial: esa soledad de la distancia.

Ya es soledad que un rival de Grecia la simbolice ahora; que esté donde antes no estaba. Porque el destino ingrato de Meliso fue no haber sido reconocido en el lugar que le correspondía entre los primeros de su tiempo, por una mezquina omisión de sus contemporáneos derrotados y, ahora que sus méritos están plenamente vindicados, representar con nitidez la filosofía del país enemigo. El porvenir es una voluntad sin patria. Admirador y discípulo de Parménides de Elea, Meliso perfecciona aún más el perfecto método eleático y lo lleva al infinito de su rigor; así, literalmente al infinito. Sólo una mente aventurera pudo razonar el infinito como lo hizo Meliso de Samos. La tentativa era original. Los pueblos orientales admitían el infinito como una evasión de la razón; en el infinito quedaba la bienaventuranza y la magia; lo imponderable de la pasión y del temor. Para los griegos, en cambio, el infinito se convierte en territorio previsto y lúcido, conquistado por este obstinado navegante de Samos.

Sigamos con la historia, con el paisaje de los hechos. Parménides fue, nada menos, el inventor de la lógica, que es como decir el inventor del pensamiento. O el inventor de los griegos. Nadie puede imaginar a los griegos sin su lógica, sin esa lógica fanática, si cabe la ironía, que deja atrás una larga tradición de prejuicios y presentimientos y abre un norte claro en la especulación intelectual gracias al método austero de la demostración. La demostración es la desconfianza de la inteligencia. Consiste en prevenirse de la fugacidad de las cosas, de los cambios continuos de las cosas, a fin de buscar la esencia inalterable del Ser de ellas. Del Ser, con mayúscula. El Ser inicia con Parménides su próspera carrera en la filosofía hasta convertirse en el distintivo único del pensamiento occidental. La simple frase "lo que es, es"; "lo que no es, no es", pronunciada tímidamente hace veinticinco siglos y que los textos colegiales denominan principio de identidad, bastó para trazar el ecuador metafísico que divide a dos mundos, a dos culturas. No pretendo exponer en detalle la teoría de Parménides; la conocemos demasiado, aunque sólo sea por las ruidosas paradojas de Zenón de Elea, ese gritador callejero de Aquiles y la tortuga.

Meliso de Samos nunca grita. Tal vez por eso hayamos tardado tanto en escucharlo. No obstante que Platón, venciendo su habitual cautela política, antepone en el Teeteto el nombre de Meliso al de su propio maestro Parménides, algunos estudiantes de filosofía desconocen a Meliso; felizmente figura cada vez con mayor insistencia en los libros especializados junto a Parménides y Zenón de Elea. Continuemos la historia. La historia es el racconto necesario para animar el movimiento. La famosa premisa de Parménides obliga al Ser a ser efectivamente, a nunca dejar de ser, porque inmediatamente pasaría a no-ser; es decir, le impone al Ser la tremenda fatiga de estar siempre siendo. Infinitud temporal. O atemporal. Recordemos que el Ser de Parménides es eterno, inmóvil, inmutable, indivisible; uno. Idealidad perfecta. Redonda. "Los límites del Ser semejan una esfera donde todos los puntos están a igual distancia de su centro" (frag. VIII). Y aquí entra Meliso de Samos en la historia de la filosofía. Meliso percibe que la cualidad esférica del Ser parmenídico lo hace falsamente perfecto, por cuanto la perfección del Ser no sólo debe radicar en la duración infinita sino también en su contorno indefinido. En verdad, Meliso no refuta a Parménides; lo completa. Parménides, lo vimos, solamente piensa en la eternidad. Infinito abstracto. La esfera sería su metáfora. Pero el Ser también pertenece a la realidad; por lo pronto, es el nombre que en filosofia se da a la realidad. Las palabras de Meliso: "del mismo modo como (lo existente) existe eternamente, deberá ser también eternamente infinito en tamaño", proyectan al Ser esa inconsolable latitud de infinito espacial, de país de soledad. Dimensión melancólica. El infinito es uno de los nombres de la soledad, porque la soledad no dura un tiempo dado sino la distancia de un camino. Por eso sentimos la soledad como si la anduviéramos.

Aristóteles es de los primeros en advertir la distinción que hace Meliso entre eternidad e infinito (Fis.; I, 3; 186 a). Infinito cotidiano cuyo horizonte móvil se adelanta constantemente a nuestro paso y donde nuestra marcha jamás repite su rumbo, al contrario del buque que navega en línea recta. Distancia irrecuperable. ¿Qué ocurre en esa lejanía? En una oportunidad la escritora Susana Bombal me relató esta anécdota: Unos amigos suyos habían ido al aeropuerto de Ezeiza a despedir a un pariente; cuando el avión tomó vuelo y comenzó a perderse en el horizonte, el hijo menor de su amiga preguntó muy preocupado: "Decime, mamá, ¿qué hacen las personas mayores a medida que el avión comienza a achicarse?"

El infinito es problema para mayores. Meliso aporta una teoría solitaria y evasiva como el alejamiento del avión. Esto que parece fácil era muy grave afirmarlo entonces. El límite constituía para los griegos uno de los atributos de la perfección formal. Dórica. Si bien la esfera de Parménides era apenas una metáfora, ella tendía a dar imagen de totalidad visual, de contorno, acorde con el pensamiento clásico. Pero Meliso observa que el mismo clasicismo contradice el enunciado lógico del Ser parmenídico. Efectivamente, la forma implica término indudable. Final. No ser. La figuración de la esfera obliga a un espacio imaginario que la contenga, a un vacío mental ajeno al Ser; a una existencia de la Nada. De ahí que el agregado oportuno de Meliso indicando que uno de los infinitos entraña necesaria mente al otro, salva a Parménides del paralogismo.

Entremos por un momento en el infinito espacial. No temamos agacharnos. El suelo que pisemos puede ser el centro del infinito. O su borde. El centro y el borde de las cosas se juntan en el infinito. La realidad es una; de no serlo, estaría limitada por la ausencia de la realidad. Enajenación metafísica. Por ello la superficie del infinito se agranda a medida que nos acercamos, de la misma manera que aparenta desaparecer la cabina del avión si lo miramos detrás del horizonte. Depende de la incidencia o co-incidencia. Usted y yo coincidimos fisicamente en este instante y en estas palabras. No importa que yo las haya escrito antes y usted las lea ahora, ni su conformidad intelectual con ellas; importa esta esquina del espacio y del tiempo donde nos encontramos; encuentro que, para mí, era el infinito al escribirlas y en el que usted tampoco pensó anteriormente.

El infinito consiste en una mutua integración de espacio y tiempo. Integración que parecía un tanteo apriorístico cuando la enunció nuestro filósofo y que hoy resulta evidente al sumar la ciencia moderna espacio y tiempo como un todo tetradimensional. Intuición en la filosofía y mapa mensurable en la ciencia, el infinito precursor del viejo almirante de Samos no sólo apunta al conocimiento estructural de la realidad, sino que da coherencia y sentido a las propias ideas de Parménides, el austero maestro que quizás tampoco le habrá perdonado aquella lejana tarde de mar.

Avizorar un infinito fáustico contrario a la prudencia de los griegos a fin de salvar el esquema lógico del más grande de sus hombres; derrotarlos en un combate ejemplar y representarlos como ninguno desde la inmortalidad, es la biografía cierta de Meliso de Samos, filósofo de la intuición del espacio y del tiempo y uno de los autores más antiguos de la Crítica de la razón pura, como bien lo repara Zafirópulos (L'École éléate; 247). Por mi parte, me basta con rescatar de viejos libros esta luminosa y secreta trayectoria de quien fuera por antonomasia el filósofo de la soledad; de la soledad que convierte al espacio en una playa sin horizonte; de la soledad que su vida peregrina dibujó para su destino peregrino. Atrás de ese infinito, atrás de la frontera del olvido, espera Meliso de Samos. Solo. En ese ancho espacio de la memoria. Que es el verdadero infinito de los hombres.

*Meliso de Samos, filósofo y político griego del S. V a.J.C. al mando de la flota de Samos, derrotó a la de Atenas (441 a.J.C.); discípulo de Parménides, sostuvo la incorporeidad del Ser, y en oposición a su maestro, lo consideró como infinito; se conservan  sólo unos fragmentos de su obra Sobre la Naturaleza o Sobre el Ser.


Pitágoras de Samos* o la metáfora de los números
                                                                                             José Edmundo Clemente

La realidad resultaba muy simple para los pensadores presocráticos; era fundamentalmente agua, aire, fuego o tierra. Algo palpable con nuestras manos acostumbradas a la sensualidad de los elementos. Porque las manos fueron el principio metafísico de todo conocimiento, hasta que se demostró que solamente acariciaban las periferias del Ser. Apariencias. Circunstancias, diría Ortega. Parménides, Platón y Aristóteles se encargarían luego de profundizar esos contornos. Pitágoras fue todavía más imaginativo.

Nuestro filósofo no necesita de providencias de la naturaleza ni de ontologías ambiciosas. Se basta con pocos números. Solamente diez. Como un hábil prestidigitador circensela magia es el trasfondo de lo perceptible, ejecuta su prueba ante una platea que tiene ya miles de años. Levanta en alto los brazos para que no dudemos de la limpieza de sus movimientos y toma el número UNO como referencia de identidad. Brújula mayor. Mediodía absoluto; el Sol cae entero sin dejar sombras. "Mide juste", recuerda Valéry. Luego, el DOS, representado con puntos simétricos; símbolo de relación, cuyos extremos une con una linea recta; indicio de fidelidad. De rectitud. Ética del comportamiento. Aplausos del público. Continúa la exposición teatral sin dejar la tiza y dibuja el TRES; distribuyendo sus numerales en esquinas filosas. Triángulo fáustico. Tríada. Cábala premonitora de suerte, y de religiones.

Punto, linea, triángulo, 1+2+3. Pitágoras completa ahora con el número CUATRO su famosa década, y el universo entero cabe en los dedos de las manos. Audacia digital. Con el CUATRO conforma un rectángulo de superficie y plano territorial. Limite privado. Asombro de la concurrencia. Pero nuestro mago nos advierte que la realidad es mucho más compleja que esa lisa ecuación aritmonómica, aunque también está comprendida en ella.

Con el gesto clásico de un maestro de orquesta, ordena a las figuras planas levantarse y saludar al público a fin de proseguir con la segunda parte de la exposición. Toma de nuevo el número UNO y exagera sus propiedades de referencia y profundidad. Cenit y nadir. Punto de partida de toda "enumeración". Luego vuelve a la recta del DOS y gira uno de sus extremos hasta lograr un círculo perfecto como horizonte sin cielo. Inmediatamente rota la circunferencia sobre su diámetro y la transforma en brillante esfera, Apoteosis de la perfección formal. El espacio ha nacido y amanece la Tierra, redonda y transitable. Sigue con el TRES. Aquí aprovecha su triángulo quieto para emerger un trípode altivo y rotarlo en rombo o combinarlo en pirámide. Plataforma y vértice. Sólo falta el final. La culminación de la magia. El CUATRO. Silencio en el auditorio. Al rodar sobre sí misma, la superficie del cuadrado se enrolla en cilindro y proyecta una alta columna o baja a servicial tubo; o a cubo. O tambor. La fiesta de los números protagónicos termina a plena orquesta.

Las figuras surgidas de los números son el necesario contorno donde el espíritu manifiesta su existencia. Consecuencia formal para el legendario autor del célebre teorema escolar, sin descuidar que la premisa absoluta es moral. Comportamiento. Los "Versos de oro" predicados como catecismo comunitario convocan a disciplinas austeras para que el alma retorne limpia y recurrente. Algo tan perfecto debía ser inmortal. Matemática de la resurrección. Idea compartida por muchas creencias. Antiguas y actuales. Por ello, no sorprende que la célebre catedral de Chartres exalte a Pitágoras en el magnífico portal real de la Virgen; homenaje a la armonía universal regida por los números. Raíz del pensamiento pitagórico. 

Vale finalizar acentuando el aporte humanístico de nuestro filósofo. Predicador de un modo de vida ascética, ermitaño trashumante, habitó todas las soledades enseñando y practicando las virtudes consideradas puertas de la perfección. Sin vacilaciones. El caminante que sigue el destino del viento no llega a ningún destino. Sufrió vejaciones, persecuciones y la consecuente ingratitud de la memoria pública. Nada lo detuvo. Su vocación era nítida y sus convicciones profundas. Los hombres padecen por sus virtudes, afirma una vieja sabiduría; y, diría, por su fe. Por la fe en sí mismo, y en la de los otros; respetándola. Que es la verdadera común-unión. Porque la fe es la catedral de todas las religiones.

La metáfora de Pitágoras fue numerar las dársenas terrestres de la fe.

Monumento a Pitágoras de Samos. Pythagorio. Grecia.

*Pitágoras de Samos (582-507 a J.C.), filósofo y matemático griego; viajó por Egipto y el oriente; expulsado de su isla natal por el tirano Polícrates, emigró a Crotona (529) donde fundó una comunidad religiosa y política.

Bibliografía:
Clemente, José E. (1969). Historia de la soledad. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, S.A.
Palacios, A. Catarino, G. (2003). Pitágoras de Samos y sus Redonditos de Sumota. Buenos Aires : Lumen.


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